jueves, 30 de octubre de 2025

Hacer un simpa

 


Recuerda Julio ahora la tarde aquella, ya muy lejana, en la que sus familiares y él pasaron las horas conversando o, como se dice coloquialmente, arreglando el mundo. Uno de los temas que abordaron fue el de las diferentes formas de tratamiento postmortem cuando llegue el día de la despedida, si ser enterrados, incinerados o qué. Y sacaron a relucir las diferentes opciones posibles. Hubo para todos los gustos y sensibilidades.

El tío Marciano, convencido de que, a pesar de su nombre, ninguna nave extraterrestre vendría a por él para abducirlo y, gracias a su avanzada tecnología, ofrecerle la panacea de la longevidad, apostaba por la fórmula tradicional de ser inhumado en una fosa, como dios manda, decía, que los gusanos son más de fiar que la incineradora, que trae a la memoria la imagen de los hornos crematorios de los nazis.

Julio fue el que la lio parda con su propuesta. Aprovechándose del tirón de la eutanasia y de los avances en las nuevas tecnologías, apuntó como opción personal la del vaporín. Y nadie le entendió al principio.

¿El vaporín? ¿Y eso qué coño es, si se puede saber? —pregunto el tío Marciano.

Pues muy sencillo, querido tío: llegado el día elegido por mí o por las circunstancias, dependiendo de las ganas y de lo terminal que esté uno, elijo la del vaporín, un medicamento de reciente fabricación que consiste, aplicando el principio físico de la sublimación, en transformar la materia sólida en gas, como ocurre con el hielo seco o las pastillas de los ambientadores. Es decir, y para entendernos, me tomo una pastilla de esas, que por cierto vende un laboratorio checo por internet, y mi cuerpo, en pocos segundos, se desvanece en el aire, como el humo. Conmigo van a hacer poco negocio los de la funeraria. No encontraréis nada más barato en el mercado: por cien pavos vas y te evaporas.  Como si nunca hubieras vivido. Y aquí paz y después gloria.

Al principio se quedaron todos como tocados, en silencio, boquiabiertos, por lo que ellos consideraron, si no una solemne estupidez o una tomadura de pelo, algo imposible de llevarse a efecto.

Este sobrino mío cada día está más tonto —pensaba el tío Marciano.

Las drogas y el alcohol acaban pasando factura —se decía para sí su hermano Federico.

¡Dios santo, lo que hay que oír en esta casa! —rezongaba para sus adentros la tía Purificación.

Y lo recuerda Julio precisamente ahora, en la habitación del hotel que ha reservado con el fin de dar desde allí el paso definitivo, antes de que el mal que le invade se manifieste en toda su virulencia. Ha decidido finalmente poner en práctica el método que defendió en aquella reunión familiar de hace más de una década. Lo tiene todo previsto. Hace un rato envió un email de despedida a sus familiares sin decir su paradero. No quiere que ellos tengan encima que pagar la habitación, pues a los del hotel no les ha informado de nada, como es lógico. O sea, que hará un simpa en toda regla.

Y ahora llegó el momento de tomar la pastilla.

Empieza el proceso evanescente a los diez minutos de haberla ingerido, echando vapor por la cabeza y por las orejas, también por los ojos (en el prospecto se avisa de la conveniencia de quitarse las gafas para que no se empañen). Luego, todo se va esfumando progresivamente, empezando por el cabello, la parte más alta, como si se disolviera en el aire: desaparece la cabeza, los hombros, los brazos, el torso...

Ya ha desaparecido la mitad superior del cuerpo. Sigue ahora el resto, de cintura para abajo.

Resultan curiosos y dignos de ver sendos chorritos de vapor saliendo por los orificios del pene y del ano, como las válvulas de las ollas y de las cafeteras al liberar la presión interior.

Lo último en desaparecer son las piernas y los pies, quedando vacíos los zapatos. Todo muy cómodo e indoloro. Julio se ha hecho vaho. Como es invierno y estaba la ventana cerrada por el frío, tomó la precaución de abrirla con anterioridad para evitar condensaciones en los cristales. Así se ventila un poco la habitación y ya está.

El proceso ha resultado muy sencillo. Julio se ha evitado una enfermedad interminable, una larga medicación, cuidados paliativos, tanatorios, velatorios, traslados al cementerio y demás puñetas.

Lo último que pronunció antes de evaporarse fue: pensarán estos del hotel que me fui por la ventana y sin pagar. Y sin la ropa y los zapatos. ¡La cara que van a poner!




domingo, 26 de octubre de 2025

Los nenes franquistas



Solo los que ya tenemos una edad podríamos añorar aquellos tiempos vividos, pero no por el franquismo, sino porque éramos jóvenes, de niños jugábamos mucho en la calle, y ya de adolescentes íbamos a la universidad, teníamos salud, conocíamos chicas o chicos, nos enamorábamos…


Pero no me cabe en la cabeza que chavales de hoy, con toda la libertad y poder adquisitivo que tienen, puedan pensar que aquello era mejor que esto.

Si hubiera una máquina del tiempo me llevaría a esos chicos ignorantes a aquellos años terribles de privaciones y silencio, años grises y tristes, en blanco y negro como en el Nodo. No soy un sádico que desee mal a nadie, solo me los llevaría una temporada,  como a Mr. Scrooge del cuento de Dickens, para que miraran y compararan.

Qué "bien" se vivía en los años 40 y 50…

sin derechos ni libertades, con cartillas de racionamiento, con miedo a ser detenidos arbitrariamente y con miles y miles de compatriotas nuestros emigrando a Suiza y Alemania para quitarse el hambre, porque en España se pasó hambre.

Qué bien lo pasábamos en el colegio en los años 60...

Sí, muchos sufríamos castigos físicos, aguantábamos cantos patrióticos o religiosos, éramos adoctrinados obligatoriamente en la religión católica, y no podíamos opinar nada, ni de religión, ni de política, ni quejarte de los malos tratos...  Si los maestros te daban un par de collejas, en casa no decías nada porque te podrías llevar alguna más:

"Algo habrás hecho", era lo que se decía normalmente.

-A fulano le han fusilado.

-Algo habŕa hecho.

Había en algunos centros educativos métodos humillantes, como ponerte orejas de burro, castigarte con los brazos en cruz y de rodillas...

Qué bonito es que en un viaje nocturno en tren le pidan a tu madre delante de ti el permiso del marido para viajar "sola" o con los hijos. Algo que se me quedó grabado para siempre. Yo tendría ocho o nueve años.

En aquellos tiempos se pasaba de la tutela del padre a la del marido, qué bien lo pasaban las mujeres cuando no podían trabajar ni abrir una cuenta bancaria sin permiso de su esposo.

¿Y los que no eran heterosexuales? Los homosexuales lo tenían crudo, tenían que disimular su condición si no querían que les dieran una paliza o les aplicaran la ley de vagos y maleantes.

¿Y los que tenían otras creencias religiosas? Pues ajo y agua. Solo estaba permitida una religión, la oficial. Y las demás como si no existieran.


¿Y la mili obligatoria? Para muchos, entre los que me cuento, era un secuestro legal. En mis tiempos no había objeción de conciencia. Ibas a la mili o al calabozo.

Qué bien lo pasábamos durante el período de instrucción, abandonando estudios o trabajos, reptando bajo las alambradas con todo lleno de barro, haciendo instrucción o maniobras bajo la lluvia, fregando perolas y centenares de platos cuando te tocaba cocina, haciendo guardias, aguantando insultos y vejaciones por parte de los mandos, perdiendo un tiempo precioso de tu vida mientras servías a la patria retirando escombros de la casa del teniente, que había pensado hacer reforma en su casa a costa del trabajo gratuito de los soldados. Y esto lo digo porque lo sufrí en carne propia. Igual que de niño sufrí en carne propia la bofetada que me soltó el cura aquel, que me tiró al suelo y “se me aflojaron los esfínteres” meándome patas abajo.

Pues nada, ya que parece que la máquina del tiempo no funciona, invito a todos esos chavales a informarse por su cuenta un poco, a que lean e investiguen sobre lo que fue la España franquista, la inmensa suerte que tienen de no haberla padecido, y a no creerse siempre las mentiras del amigo falangista, o del vecino ultracatólico, o del pariente que vota a la derecha extrema.


viernes, 24 de octubre de 2025

Un viejo cascarrabias

 


Fulgencio Seisdedos era un hombre de malas pulgas.
Intolerante a la lactosa y al brócoli, odiaba el reguetón y el papel higiénico de doble capa, no soportaba a los niños ni a los que comen palomitas en el cine.

Aquella mañana se despertó con el sonido infernal de un tordo en la ventana. Lo maldijo tres veces, le tiró una zapatilla y luego le dedicó un poema ofensivo improvisado, cosa que hacía a menudo con todo lo que respiraba sin su permiso. A las ocho en punto salió de casa a regañadientes, como si la calle le debiera explicaciones. Había decidido “reconciliarse con el arte moderno”, lo cual, viniendo de él, era una amenaza más que una intención.

En el museo de arte contemporáneo entró refunfuñando y salió con una denuncia. Confundió una escultura marrón ultravanguardista con un zurullo campero y rompió un fluorescente con su bastón gritando: “¡Devuélveme mis impuestos, Kandinsky del demonio!” Se sentó en una escultura hecha con huesos reciclados, creyendo que era un banco y, al resbalar, se clavó una costilla astillada en el trasero. Acusó al museo de intento de violación ósea y atentado contra la tercera edad.

Antes de que lo echaran con la correspondiente denuncia se sentó a descansar en una silla que había en medio de una sala vacía. Resultó que, como le hizo ver un vigilante bastante enfadado, no era tal silla, sino un monumento al descanso valorado en veinte mil euros.
Salió de allí furioso, vociferando y blandiendo su bastón en el aire, diciendo:
"¡Abajo el arte moderno! ¡ Impostores! ¡Muera Mondrián! ¡Viva Velázquez!"
De camino a casa, decidió ir al supermercado a comprar coles de Bruselas, aunque las odia, pero odia más que se las lleven otros y que se acaben. Se negó a usar el carrito porque los padres consentidores meten allí a sus hijos, con sus zapatones, como si fuera un cochecito de paseo. "Además - añadía- siempre se tuercen hacia la izquierda como mi pene”. Así que fue llenando los bolsillos de su abrigo de latas de atún y sobres de embutido ibérico.

Al pasar por caja se sacó todo lo que llevaba encima, incluyendo un pañuelo usado con mocos, y se empeñó en pagar el importe con un billete de mil pesetas. Ante la cara de asco y la negativa de la cajera, Fulgencio comenzó a dar voces diciéndole a la empleada que ella era una agente al servicio del FMI.
Un guardia de seguridad le obligó a dejar allí toda la compra y lo escoltó hasta la salida mientras él gritaba que exigía hablar con el gerente, el alcalde y la Guardia Suiza.




lunes, 20 de octubre de 2025

Las buenas aficiones II

 


Dedicado a Quim Monzó y sus sopas de letras.


Sí, sí… Ya sé que no hay que obsesionarse con las cosas, pero ponte en mi lugar: cuatro años para sacarme el carnet de conducir. Y eso marca, deja su huella, imprime carácter indeleble, que dirían algunos católicos.

Todo empezó con esa vieja señal de stop que me encontré casualmente en la basura aquella mañana que rebuscaba en el contenedor amarillo. La limpié un poco con la manga del jersey y la coloqué con superglú en la puerta de entrada de mi casa. Bien visible encima de la mirilla. Claro, claro… Soy consciente de que no era del todo necesaria. Ya lo sé. Si la puerta está cerrada, la parada es obligatoria. Hasta ahí llego. Pero un impulso interior me llevó a ponerla. Y ese fue el comienzo de todo.

A continuación, seguí por el portal del inmueble donde vivo. Aprovechando que la portera estaba ausente, planté tras la mampara de la portería un cartel de peaje de autopista: peaje / toll (7,30 euros los turismos). Te juro por mis niños que hubiera pagado esa cantidad por ver la cara de doña Rosario.

Otro día, al tomar el ascensor, no pude reprimirme y coloqué junto a los botones, con un pegotón de silicona, la señal de entrada prohibida a ciclomotores.

Ya en casa dispuse:

Un paso de cebra en el vestíbulo, el tramo que va de la cocina al salón. Muy vistosas las tiras adhesivas.

El aviso de suelo deslizante en la cocina, para que nadie pisara “lo fregao”.

La advertencia de peligro animales sueltos en la entrada del dormitorio de mi suegra.

Al pasar del hall al pasillo distribuidor, un aviso de estrechamiento de calzada (concretamente de 160 a 90 cm).

Velocidad limitada a 20 Km/hora en toda la casa.

Encima del cabecero de la cama compartida con mi señora esposa (una cuarentona de buen ver): curvas peligrosas a la izquierda.

En la puerta del cuarto de los mellizos: atención, niños. Y el que avisa no es traidor, que mis nenes cuando están inspirados pueden llegar a ser terroríficos, como Zipi y Zape.

En el dormitorio de invitados, como indirecta para los  gorrones de temporada que nunca acaban de irse, quedó muy oportuno el  permitido sólo el estacionamiento los fines de semana.
En la puerta del cuarto de baño coloqué prohibidas las señales acústicas, que algunos se las traen con los pedos, y una flecha blanca sobre fondo verde señalando la taza del inodoro: salida de emergencia.

En poco tiempo atiborré la casa de señales. Hasta ahí. Luego comenzó el declive, la pérdida de entusiasmo. Porque el desánimo se apoderó de mí.

Bueno, también influyeron la falta de espacio disponible y la actitud de mi familia. Mi mujer, los niños y mi suegra parece que no estaban mucho por la labor. Mi suegra, la mirada aviesa y el gesto serio, no me perdonó lo del cartelito alusivo. Mi perro tampoco, un buldog francés, manso y tontorrón, al que quizá no le gustó demasiado el gorrito de lana que le encasqueté con un atención, perro peligroso.

La puntilla vino una noche que había andado de copas por ahí y al regresar a casa, cocido por los cubatas, me salté un ceda el paso. La Guardia Civil me dio el alto, y tras someterme a la prueba de alcoholemia, además de la multa, me retiraron por unos meses el carnet de conducir. Tan aficionado como era yo a las señales y aquel día quedé señalado como infractor.

El caso es que, por una cosa o por otra, aquella afición por los carteles de tráfico se fue desinflando como un globo. Se hacía necesario cambiar de hobby.

Tal vez sería una buena idea una colección de fotos de cruces de cementerio y lápidas de gente famosa con epitafios ocurrentes. En el cuarto de mi suegra pondría ese que dice No llores. Nos vemos pronto.

Habrá que pensarlo un poco más, darle una vuelta, que se dice.