Recuerda Julio ahora la tarde aquella, ya muy lejana, en la que sus familiares y él pasaron las horas conversando o, como se dice coloquialmente, arreglando el mundo. Uno de los temas que abordaron fue el de las diferentes formas de tratamiento postmortem cuando llegue el día de la despedida, si ser enterrados, incinerados o qué. Y sacaron a relucir las diferentes opciones posibles. Hubo para todos los gustos y sensibilidades.
El tío Marciano, convencido de que, a pesar de su nombre, ninguna nave extraterrestre vendría a por él para abducirlo y, gracias a su avanzada tecnología, ofrecerle la panacea de la longevidad, apostaba por la fórmula tradicional de ser inhumado en una fosa, como dios manda, decía, que los gusanos son más de fiar que la incineradora, que trae a la memoria la imagen de los hornos crematorios de los nazis.
Julio fue el que la lio parda con su propuesta. Aprovechándose del tirón de la eutanasia y de los avances en las nuevas tecnologías, apuntó como opción personal la del vaporín. Y nadie le entendió al principio.
—¿El vaporín? ¿Y eso qué coño es, si se puede saber? —pregunto el tío Marciano.
—Pues muy sencillo, querido tío: llegado el día elegido por mí o por las circunstancias, dependiendo de las ganas y de lo terminal que esté uno, elijo la del vaporín, un medicamento de reciente fabricación que consiste, aplicando el principio físico de la sublimación, en transformar la materia sólida en gas, como ocurre con el hielo seco o las pastillas de los ambientadores. Es decir, y para entendernos, me tomo una pastilla de esas, que por cierto vende un laboratorio checo por internet, y mi cuerpo, en pocos segundos, se desvanece en el aire, como el humo. Conmigo van a hacer poco negocio los de la funeraria. No encontraréis nada más barato en el mercado: por cien pavos vas y te evaporas. Como si nunca hubieras vivido. Y aquí paz y después gloria.
Al principio se quedaron todos como tocados, en silencio, boquiabiertos, por lo que ellos consideraron, si no una solemne estupidez o una tomadura de pelo, algo imposible de llevarse a efecto.
—Este sobrino mío cada día está más tonto —pensaba el tío Marciano.
—Las drogas y el alcohol acaban pasando factura —se decía para sí su hermano Federico.
—¡Dios santo, lo que hay que oír en esta casa! —rezongaba para sus adentros la tía Purificación.
Y lo recuerda Julio precisamente ahora, en la habitación del hotel que ha reservado con el fin de dar desde allí el paso definitivo, antes de que el mal que le invade se manifieste en toda su virulencia. Ha decidido finalmente poner en práctica el método que defendió en aquella reunión familiar de hace más de una década. Lo tiene todo previsto. Hace un rato envió un email de despedida a sus familiares sin decir su paradero. No quiere que ellos tengan encima que pagar la habitación, pues a los del hotel no les ha informado de nada, como es lógico. O sea, que hará un simpa en toda regla.
Y ahora llegó el momento de tomar la pastilla.
Empieza el proceso evanescente a los diez minutos de haberla ingerido, echando vapor por la cabeza y por las orejas, también por los ojos (en el prospecto se avisa de la conveniencia de quitarse las gafas para que no se empañen). Luego, todo se va esfumando progresivamente, empezando por el cabello, la parte más alta, como si se disolviera en el aire: desaparece la cabeza, los hombros, los brazos, el torso...
Ya ha desaparecido la mitad superior del cuerpo. Sigue ahora el resto, de cintura para abajo.
Resultan curiosos y dignos de ver sendos chorritos de vapor saliendo por los orificios del pene y del ano, como las válvulas de las ollas y de las cafeteras al liberar la presión interior.
Lo último en desaparecer son las piernas y los pies, quedando vacíos los zapatos. Todo muy cómodo e indoloro. Julio se ha hecho vaho. Como es invierno y estaba la ventana cerrada por el frío, tomó la precaución de abrirla con anterioridad para evitar condensaciones en los cristales. Así se ventila un poco la habitación y ya está.
El proceso ha resultado muy sencillo. Julio se ha evitado una enfermedad interminable, una larga medicación, cuidados paliativos, tanatorios, velatorios, traslados al cementerio y demás puñetas.
Lo último que pronunció antes de evaporarse fue: pensarán estos del hotel que me fui por la ventana y sin pagar. Y sin la ropa y los zapatos. ¡La cara que van a poner!